<$BlogRSDUrl$>

sábado, noviembre 08, 2003

Decoración de interiores

Después de todos los problemas para encontrar a una señora de la limpieza, hemos dado con un tesoro: limpia todo muy bien, concienzudamente, llega a una buena hora, no se queja, es conversadora cuando se puede, no es abusadora ni ladrona, es simpática, economiza.

El defecto (algo que no podía faltar) es su extraña lógica para reubicar las cosas después de limpiarlas. Y es que, paso gran parte de mi tiempo tratando de encontrar mis zapatos, cubiertos, bolsas, maletines y demás objetos que, antes de su llegada, estaban en perfecto desorden (pero muy a la vista, siempre a la mano). Pero no quiero hablar de mis chequeras perdidas, no. Ni tampoco de las medicinas que siempre dejo sobre la tele para recordar tomarlas a tiempo y que, después del ciclón de limpieza, van a parar a una cesta en a cocina. Hoy quiero hablar de la decoración de interiores.

En el último mes, la sala de mi casa ha sufrido más cambios que el gabinete ministerial de un país del tercer mundo en un año. Dos butacas y dos sofás de tres puestos, más el puf naranja y la silla de ver tele danzan incesantemente el baile del desconcierto cada vez que la señora limpia.

Al principio, minutos después de despedir a María en la puerta, sólo me parece que la sala tiene otra cara, pero nunca me doy cuenta de los cambios.

Pero en la noche, cuando he apagado la última luz de la casa y me dirijo a la habitación en plena oscuridad, volando por instrumentos, recordando dónde están las cosas… ahí es cuando me llevo por delante el sofá, la silla, la butaca, me hago un moretón de cinco centímetros en la pierna (esas piernas pálidas que nunca toman sol) que siento crecer en segundos como si fuera un hijo, reboto en el puf (que tiene la gentileza de detener mi caída) y luego me arrastro por el piso (rogando que el perro no haya dejado un charquito) hasta reincorporarme. En ese momento de miedo, estiro las manos y palpo como un ciego mi mobiliario, reconociendo las formas por puro instinto, y trato de llegar a la puerta del cuarto. Es emocionante cruzar el umbral y, reconozco, que ha habido ocasiones en las que lo he hecho como el corredor que corta la cinta de la meta con su torso. ¡Una victoria total sobrevivir a las redecoraciones!



martes, noviembre 04, 2003

Honda tristeza

Creo que mi primera tristeza poética fue a los 4 años. Definitivamente fue antes de los 5 porque recuerdo que mi papá todavía estaba vivo. Habíamos ido al parque de diversiones, una tarde fantástica de esas que sólo se pueden tener en un parque de diversiones teniendo 4 años.

Es curioso que, en vez de montaña rusa, el Ítalo Americano tenga un gusano. El gusano verde atraviesa la aterradora manzana y uno que se muere del susto en ese túnel (años después noté que era, simplemente, una estructura metálica, esférica, sin gracia ni pintura en el interior) y sale gritando con gusto al ver de nuevo el sol. Qué maravilla tener 4 años.

No lo recuerdo con exactitud, pero estoy segura de que me compraron algodón de azúcar, una de las pocas cosas en el mundo que puedo llamar FAVORITA, o sea, que no cabe duda que aquella tarde maravillosa debe haber tenido algodón de azúcar, sí señor.

Pero lo que más recuerdo es el globo metalizado lleno de helio. Esos globos eran un lujo por ser de los caros, y casi siempre había que conformarse con un globo normal, engarzado en un palito plástico. Pero, ¿para qué mentir? ¡También me encantaban esos!

La cosa es que me compraron mi globo con helio, y él estaba loco por irse volando al cielo, y yo lo mantenía engañado, soltando la cuerdita un poco, pero sin dejarlo escapar. En la casa, cerré ventanas y puertas y lo perseguí por todas partes, como si fuera un pajarito. ¡Qué felicidad!

Pero con la inocencia de mis 4 años, dejé que el destino me tendiera una trampa: la ventana de la sala estaba abierta, y el globo traicionero escapó del piso 8 hacia los cielos.

Esa imagen del globo alejándose en cámara lenta, ascendiendo hasta alturas imposibles para mi limitado entendimiento, esa imagen que se abría hacia el cielo azul, con esas nubes blancas, difusas y melancólicas, fue mi primera tristeza poética. No trato de adornar con palabras de gente grande ese recuerdo: traduzco el sentimiento que tan hondo quedó grabado en mí. Una de las imágenes más poderosas y de las desolaciones más grandes de mi vida, se abría ventana afuera, hace más o menos 23 años.

Las pocas veces que he visto un globo perdido, en pleno ascenso, he sentido unas profundas ganas de llorar.


SE BUSCA

Cuando el Niño Jesús me trajo aquella bicicleta roja, me moría de la emoción. Me parece fantástico ese invento, unisex y poderoso, de la bicicleta.

Pero cuando le quitaron las rueditas laterales, la bicicleta cambió para mí: me producía inseguridad y angustia. No podía mantener el equilibrio sobre dos ruedas, y esa inestabilidad me producía pánico.

Mi familia, como buena familia, intentó enseñarme a montarla. Me llevaron a Los Próceres, ese paseo inmenso de Caracas en el que, años atrás, era una delicia pasear en familia. El sitio estaba lleno de turistas atemorizados al oír mis gritos.

Claro, es que en principio, mis hermanas aguantaban la bicicleta por detrás, brindando todo el equilibrio que necesitaba para recordar mis rueditas y sentirme segura. Cuando me descuidaba, me soltaban y me dejaban pedalear sola, sin que yo lo supiera. Pero cuando me volteaba y me veía sin apoyo, invariablemente me caía y me ponía a dar gritos de pánico:

- Me quieren mataaaaaaar…

Y mis hermanas respondían:

- Tranquila, del suelo no pasas.

Y yo:

- Claro que sí, me voy a moriiiiir….

Todo un drama.

Debido a ese episodio nunca aprendí a manejar bici. Ahora, cuando veo a los ciclistas caraqueños pasearse por las grandes avenidas los fines de semana, o a los patinadores manteniendo un equilibrio lleno de gracia, siento que me he perdido de algo.

Y culpo, en gran medida, a mi profesora de educación física. Ella me hizo temerle a los deportes, me hizo pensar que los juegos no eran divertidos, que todo era competencia a muerte y que mi torpeza sería castigada con malas calificaciones. Ella, la que me hacía sentir poca cosa en clase de gimnasia, cuando yo mostraba mi incapacidad para emular la difícil rutina gimnástica de una compañera que tenía 8 años de clases particulares y la elasticidad propia de la plastilina. Ella, la profesora de educación física que me quiso convencer que, por no aprender el saque del voleibol, mi vida sería gris. Afortunadamente se equivocó, pero desgraciadamente, el trauma me alejó de la alegría ciclística.

A los ciclistas los veo en las calles, sudando debajo del casco, fortaleciendo muslos y posaderas, recorriendo el mundo, impulsando ese bello invento con su propia fuerza… y en el fondo siento un dolorcito envidioso.

Por eso, hago del conocimiento público que ando cazando a mi profesora de educación física para reclamarle: “Se busca VIVA o MUERTA a Yazmín, una morenita con el cabello teñido de rubio, dientes volados y cara de perro”. Si alguien la ve antes que yo, patéela de mi parte.



El perrito de los nuevos

Cada vez que el perro se emociona, se hace pipí. Si está alegre, triste o asustado, da igual: él se mea.

Parece que en estos días, cuando llega mi esposo, el perro ha dejado su marca en el pasillo. Lleva dos días haciendo eso, al parecer, y la señora conserje ha subido hoy con el único propósito de hacérmelo saber. Tiene razón y me mata de la vergüenza que alguien limpie los desastres de mi perro siendo mi responsabilidad, pero la verdad sea dicha: la conserje de mi edificio se cree más que todo el mundo.

Jamás ha sido capaz de preguntar algo con humildad, o de comunicar algo con sencillez, y menos de pedir algo como si no se tratara de una advertencia.

Me hizo sentir como si yo fuera una cerda que suelta a su perro por todo el edificio con el propósito de llenar de porquería los pasillos.

Pero eso lo hace –y es lo más triste– porque todavía nos ve como los nuevos. No somos los últimos en haberse mudado (la familia de arriba lleva menos tiempo que nosotros), pero la media de años de residencia en este edificio es de 20 años. Algunos tienen aproximadamente 35 años viviendo aquí y es obvio que son “los jefes”, algo así como El Padrino… lamentablemente se están muriendo (cosa lógica porque tienen como 80 años).

Esos viejos residentes tienen patente de corso para criticar, romper, dejar puertas abiertas y robarse las plantas, pero nosotros no podemos dejar que nuestra gata se asome por la ventana sin que alguien nos señale.

El vecino del PB-B tiene un perrote, creo que gran danés. Como está tan cerca del jardín del edificio, el dueño lo saca a hacer sus necesidades en él, pero no recoge los desechos. Yo me he dado cuenta porque, para preservar la salud de mi mascota, me he visto obligada a recoger los excrementos ajenos, evitando así que mi perro los huela y se enferme. Pues bien, a ese señor nadie le pide recoger excrementos porque él nació aquí y, al morir sus padres, heredó el apartamento y en él formó una familia, con todo y perro con diarrea. Pero no, es el pipí de mi perro el causante de alarma.

Yo, sinceramente, asumo mi responsabilidad, y hasta he considerado ponerle un pañal a mi perro… pero como el vecino del PB siga dejando a su mascota hacer desastres en el jardín, recojo los excrementos en una bolsa de papel, se la pongo en la entrada del apartamento, toco el timbre y me voy, como en las películas gringas. Total, si otro lo hace, igual mandarán a la conserje altiva a culparnos a nosotros, los nuevos.



This page is powered by Blogger. Isn't yours?