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viernes, octubre 17, 2003

Tengo una amiga que se va a casar y está preocupadísima, pues debe practicar para cuando se cambie el nombre. Yo no entiendo mucho de esas cosas, cuando me casé no me cambió el color de piel, ni la voz, ni la producción de serotonina.. me cambió un poco la vida, eso sí, pero ese tipo de cambio es más profundo.

Nunca he usado el apellido de casada. No es algo que me quite el sueño, pero hoy, al contarle a mi esposo lo del cambio de nombre, le pregunté si yo debía hacerlo también. Y me dijo:

- Claro que sí, ahora puedes llamarte María, si quieres.



Normal/Diferente

Hay una creciente preocupación por ser “diferente”, que ha llevado a que “los diferentes” sean iguales entre sí. Querer salir de la norma se convirtió en norma.

Este asunto es como el de las vanguardias: nacen para rechazar o rebelarse en contra del convencionalismo, y terminan imponiéndose como un nuevo estándar convencional. Mi profesor de arte llamaba a los movimientos vanguardistas “neoconvencionalista”.

Propongo, entonces, volver a lo normal. Por un día hagamos cosas “normales”, iguales a todo, sin querer cambiar el mundo ni llamar la atención.

Pruébenlo, es divertido. Un día de comer carne con arroz y ensalada, solamente. Un día de ocio viendo tele. Un juego de mesa. Un día sin motivos góticos. Un día sin buscar sites en flash, sin trepidantes animaciones o música de moda.

Con tanta gente diferente, ser normal será todo un éxito. Un éxito por derecho propio, además, sin esforzarse por parecer lo que no se es.

Y no voy a caer en la trampa de pensar que desear resaltar siendo normal es igual de malo que desear resaltar siendo diferente. Sólo propongo no preocuparse. Eso es todo.



Alguien me decía un día (al hablar de un conocido común) que "era un tipo genial , pero no era divertido. El hecho de que no divierta, le quita la mitad de la genialiadad".

El entrecomillado es un capricho mío, porque obviamente no es textual esta cita, entre otras cosas porque me gusta usar palabras más parecidas a mí, pero usar las comillas me hace sentir que cito con más respeto, con más exactitud y con más elegancia.

El caso es que, he llegado a preguntarme qué tan importante es esa capacidad de divertir y emocionar, para atraer simpatía y respeto hacia uno.

¿Y qué si no soy una fiesta hecha persona? ¿Y qué si tengo opiniones serias? ¿Qué pasaría si fuera insulsa pero inteligente? ¿Pasaría desapercibida frente a gente bruta pero excitante?

Pues sí, no me llamo a engaños. Todo es show business, todo es entretenimiento. Si no emociona, no mueve a la venta (aunque sea de ideas). Y me da rabia, porque si la gente quiere entretenerse debería ir al cine o contratar a un payaso.

En momentos como este, me siento vieja. Yo soy de la vieja escuela, esa que enseña a medir con otra escala.

Mi único consuelo es que, desde muy niña, he sido teatrera. Gestos, morisquetas y juegos de palabras que a muchos les causan risa. Pero para llegar a eso, tengo que vencer la timidez. O sea, quedamos en las mismas: si una persona es sumamente divertida pero nunca lo demuestra, ¿es realmente divertida? ¿es acaso el árbol que cayó en medio del bosque? ¿es una auto-divertida? ¿es una divertida endógena? ¿qué pasa si no vence la timidez? ¿se dedicará a auto-divertirse?



jueves, octubre 16, 2003

Hay días en los que quiero morirme, y hay días en los que quiero ser inmortal. Todavía no sé qué es peor...


Esos reales no son tuyos

(cuarto, y último de la serie)

Pocas veces he tenido contacto con el administrador de la empresa en la cual trabajo, pero cuando me toca el sueldo o los presupuestos, definitivamente me entero que está allí.

Entiendo que no debe ser fácil manejar las finanzas de una empresa, pero si hay algo que considero fundamental es respetar el dinero destinado a cancelar los sueldos. La nómina no se toca.

Trabajé en un sitio donde debía pasar factura todos los meses para poder cobrar mi sueldo, y a diferencia de los empleados, nosotros los contratados no cobrábamos cada quince días, sino cada mes.

Varias fueran las ocasiones en las cuales el administrador botó mi factura y me dejó sin sueldo… hasta el mes siguiente. Para el administrador era tan fácil como decir: se perdió la factura, vuélvela a pasar para que podamos pagarte los dos meses juntos… ¡¡¡mientras pasas hambre 60 días!!!

Y sí, conozco por boca de mis amigos administradores lo duro que resulta tocar el dinero del jefe, pues siempre hay que demostrar que uno no se está robando nada. Pero es malísimo cuando, por congraciarse con el jefe, el administrador se niega a autorizar pagos, retrasando tus labores.

Es una posición difícil, pues a pesar de ser empleados, los administradores deben asumir muy a menudo la posición del jefe, salvaguardando su patrimonio por deber profesional.

Creo que con esto termino mi revisión profesional. Y no es porque no conozca otros casos, pero todos los demás casos, quizá por serme ajenos, demuestra que no hay nada nuevo bajo el sol. Gente buena y mala, honesta y corrupta, sencilla o creída. O sea, nada nuevo bajo el sol.

A veces me pregunto, ¿por qué las cosas no serán como se las enseñan a uno en la universidad? A “esto” era a lo que se referían cuando hablaban del mundo real, ¿no?



El chivo que más mea

(tercero de la serie)

Mi capítulo preferido: los jefes.

Hay millones de tipos, pero los más comunes (y los más desesperantes) son los jefes mediocres y malintencionados.

En mi primer empleo tuve un jefe fantástico, que se convirtió en mi tutor y que, hasta el sol de hoy, le agradezco haberme hecho amar mi trabajo.

Pero he tenido otros jefes. Uno de ellos fue una mujer que había llegado al cargo por un golpe de suerte, no por su capacidad. Apenas cambió de escritorio, se volvió mala, olvidando que días antes ella misma había sido igual al resto.

Su única función era ser el brazo ejecutor del jefe mayor, quien quería mantener el control de los empleados sembrando el miedo. Ella era la encargada de hacerlo, poniendo fechas de entrega imposibles de cumplir, entorpeciendo el trabajo de todos los que no estaban apadrinados, generando intrigas entre compañeros y, sobre todo, vigilando. Si llegabas 5 minutos tarde, o si estabas en camino a tu escritorio en horario de trabajo, sonaba tu celular con la consabida pregunta: ¿dónde estás? También supimos de grabación de llamadas telefónicas, espionaje generalizado, burocracia, trabajo en feriados y fines de semana y, por supuesto, amenazas.

Lo que lamento es que se vendiera tan rápido. Imagino que sería una táctica de supervivencia y ascenso, pero es triste que se traicionen los valores por un cargo. Era muy lamentable, además, que ella no fuera buena en su cargo real. Como verdugo era fantástica, pero cumpliendo las funciones que figuraban en su contrato era muy mala…

Otro jefe (paralelo a la citada arriba) es un caso doloroso. Un jefe bueno, amable y entregado a entrenar a su equipo, se convirtió en cómplice de los malos jefes al pecar por omisión. Él vio cómo nos acosaban y no hizo nada. Eso no se perdona, sobre todo porque, después de establecer una relación personal con uno, terminó dando la puñalada por la espalda.

Otro caso digno de ser citado no llegó a ser mi jefe, pero sí lo fue de gente cercana. El hombre no era bueno en ventas ni atención al cliente, pero por su abultado ego, asumía esas funciones en detrimento de su propia empresa. Le fascinaba mostrar que tenía el control, que sólo él mandaba, aun cuando esto significara pisotear el talento de sus empleados para imponer su criterio.

Yo aspiré a un puesto dentro de esa empresa, pero la entrevista me espantó. El hombrecillo en cuestión se dedicó a darme, como argumento único ante todo cuestionamiento, que él tenía una larga trayectoria en el medio, que tenía una experiencia de casi 20 años, bla bla bla. Lo malo es que sus 20 años no habían sido de aciertos sino, más bien, de tropiezos y bajo perfil. Yo pensaba que se trataba de una compañía relativamente nueva, por eso nadie la conocía… pero con pedantería me restregó sus 20 años en completo anonimato. Gracias a Dios conseguí otro trabajo en el que pude respetar a mis jefes.

Jefes que discriminan por tu carrera o sexo, por tu edad o por cualquier otra razón, abundan. Siempre se portan como sabelotodos, te hablan con el tonito perdonavidas y te ponen a hacer el trabajo sucio.

Pero si he llegado a saber que esos jefes son malos, es porque he tenido jefes muy buenos. Además de mi primer jefe, en la productora audiovisual tuve jefes y compañeros de primera línea. Yo era nueva en el oficio y mis jefes me enseñaron a hacer las cosas, facilitaron mi adaptación y confiaron en mí.

Mi jefe actual es un sueño: simpático, enérgico cuando debe serlo, considerado, amable y flexible. Confía en mí y me lo hace saber, me permite crecer profesionalmente.

En el fondo, pienso que he tenido suerte con los jefes. Unas veces mejor suerte que otras, pero es fascinante cuando te toca la buena.



Los diseñadores

(segundo de la serie)

Desde que comencé a trabajar, lo he estado haciendo al lado de diseñadores gráficos. Cuando trabajaba en el Departamento de Prensa de un canal de televisión abierta, todos los días me tocaba atravesar el canal para llegar al microscópico espacio del diseñador, para pedirle las pantallas de efemérides, los stills de las noticias, la infografía animada para el programa del periodista estrella, el retoque de la foto.

Ya en el Departamento de Promociones de un canal de cable, el trabajo era más directo: conceptualizaba, escribía la promo y, conjuntamente, debía pedirle al diseñador que fuera abriendo su archivito de After Effects para complementar el comercial de Dawson’s Creek, o Dilbert. Allí aprendí que muchas cosas son posibles, aprendí el significado de un error a mitad del render, y comprendí mucho mejor en qué consiste el trabajo del diseñador.

A pesar de esta cercanía, no sentí el impulso de estudiar diseño porque era la carrera de moda. Muchos de mis compañeros de estudio pensaron que, apenas recibieran el título, aplicarían para estudiar diseño gráfico. Ninguno lo ha hecho todavía, de hecho, ni siquiera saben usar Photoshop sin pedir ayuda. Yo asumí, responsablemente, que no tengo la habilidad.

De todos mis compañeros, los diseñadores han sido los más abiertos y profesionales. Pocos son los que se ha puesto necios, y casi siempre se debe a su ego artístico. Odio cuando encuentro a uno de esos que olvida que su trabajo es utilitario, que no se trata de una obra de arte autónoma. Tampoco me gustan los que no se integran, proponiendo que el diseño debe ser el plato fuerte del trabajo.

Una vez, haciendo una página web, el diseñador me hizo resumir los dos párrafos que escribí porque sino él no podría incluir una ilustración que le gustaba mucho. “¿Pero es un hipergráfico, es el logo de la compañía?”. Y la respuesta fue: “No, es un dibujo que hice en mis ratos libres y que pienso que quedará muy bien”.

Tampoco me gusta cuando los diseñadores se niegan a adaptarse al proyecto. Yo entiendo que uno desarrolla un estilo, pero también entiendo que debe adecuarlo al producto en el que trabaja. No sería lógico que yo escribiera mis cuentos con el mismo estilo que un reportaje, o que hiciera un reportaje juvenil del mismo modo que un artículo de finanzas. Pero no. Algunos diseñadores “se casan” con una imagen, y pretenden copiarla en todos sus trabajos. Muchas peleas se han desatado por señalar que los bancos no pueden tener un diseño estilo manga, o que los sites juveniles no quedan bien con estilos corporativos.

Obviamente hay excepciones muy honorables. Gracias a Dios por ellas.

Diseñadores amigos y cómplices con los que, a pesar de acaloradas discusiones, termino negociando. Y al final del día, hasta tomando una cerveza.



miércoles, octubre 15, 2003

Sólo vale si lo hace un ingeniero

(viene del anterior)

Hay un grupo de ingenieros que se siente la raza elegida. Para ellos la ingeniería es la base, y cada especialidad va sumando o restando grados de importancia y valía profesional (uno me dijo una vez: ah, pero es ingeniero civil… eso es cualquier cosa, de eso se gradúa CUALQUIERA).

Quiero aclarar que no hablo de todos los ingenieros, pero sí de un grupo. Por ejemplo, uno de mis jefes es ingeniero y él me trata como si yo fuera idiota por dos razones que le resultan muy lógicas: no estudié ingeniería y soy mujer. Un poco retrógrado su pensamiento, a pesar de apenas bordear los 30 años.

Manejando estadísticas de ingreso y egreso de la educación superior, él me apostó que Ingeniería sería la carrera con más aspirantes y graduados, siendo la mayoría de ellos, hombres. Lo odié por ponerme a copiar esas estadísticas de un libro que había que leer con lupa, sobre todo porque odio vaciar datos en hojas de Excel, pero sentí una satisfacción infantil cuando le pude mostrar los resultados: había tres carreras por encima de Ingeniería (una de ellas Comunicación Social), y el porcentaje de mujeres en las universidades era mayor o igual al de hombres, incluso en carreras técnicas y científicas. Por supuesto, mi jefe concluyó que esas estadísticas estaban equivocadas, y que no tenía sentido usarlas (ajá, un día entero de transcribir datos echado al caño).

Mi suegra, por ejemplo, siempre me pregunta con su tono de ingeniero mecánico: “¿por fin conseguiste trabajo?” Y eso lo hace cada vez que me ve (o sea, cada 5 ó 6 días), sabiendo que tengo casi tres años trabajando en Internet. Para ella, eso no es un trabajo real. ¿Acaso manejo números? ¿Superviso obras? ¿Hago mediciones? ¿Es que acaso “escribir” es un trabajo de verdad? Y no lo hace con malicia, pero lo hace.

Otro de mis jefes (no se imaginan la cantidad de gente para la cual trabajo), nunca está de acuerdo conmigo. Sus frases preferidas son: “Permíteme disentir”, “Difiero de lo que piensas” y “Carajita, ahí estás equivocada”. Su argumento base para cualquier discusión es: “Creo que te doblo la edad, y cuando tú tenías un añito, yo me estaba graduando de Ingeniero (imagino que en mayúsculas)”.

Este señor trabaja en el área de ventas, y maneja nociones de mercadeo para ello. Lo positivo es que aplica sentido común y obtiene buenos resultados, pero si se te ocurre felicitarlo por los logros, “difiere”. Me dijo: “No me gusta meterme a médico brujo sin conocer las hierbas”. “Buenísimo”, pensé, “este respeta mi trabajo”. Pero no. Resulta que para él el mercadeo es una cosa sencilla que la puede hacer hasta un mono amaestrado, así que, a pesar de que él sabe que no sabe nada (y a pesar de que se supone que yo sí tengo conocimientos debido a mi profesión), él siempre difiere, disiente, está en desacuerdo, piensa que estoy equivocada y, obviamente, es el único que sabe la verdad… porque es Ingeniero.

Pero no todos son así, gracias a Dios. Mi otro jefe (socio del primero) es un hombre excepcional. Para él su profesión es una herramienta tan valiosa como la mía. Reconoce que él no tiene las habilidades para hacerlo que yo hago, y le gusta desarrollar trabajos en equipo, aunando esfuerzos y conocimientos.

También tengo amigos ingenieros que me ayudan, sin menoscabo de mi autoestima profesional. Son personas normales que saben que, sencillamente, trabajan en un área distinta. No son más ni menos.

Pero aquella raza, la de los “creídos”, para mí, es la raza proscrita.



Vicios profesionales

Hace años se pensaba que no había nada mejor que un currículo con pocos trabajos anotados, pues esto reflejaba la estabilidad del trabajador. Actualmente, una hoja de vida de alguien menor a los 30, debe tener muchos empleos, pues las nuevas teorías señalan que los jóvenes deben probar muchas áreas de trabajo antes de decidir especializarse en una. La estabilidad viene después de los 30, cuado se supone que el candidato tiene clara su personalidad profesional y sus metas en la vida.

Personalmente he desarrollado trabajos en diversas áreas de la comunicación, desde prensa hasta producción (de estudio, de promociones, de contenido digital), y siento que ha sido gratificante explorar todas esas áreas, pues conozco mejor mi campo laboral y mis limitaciones, habilidades y destrezas para cada una.

Hace tres años, cuando todavía trabajaba en una oficina, compartía diariamente con programadores. Claro, en una empresa de desarrollo web hay muchos programadores, algunos diseñadores… y EL REDACTOR, en aquel caso, YO, solita. Es duro entrar en un ambiente así pues, al principio, estás aislado, no tienes equipo, no compartes competencias con nadie, y todo el mundo siente que te puede mandar. Además, como no usas códigos ni comandos complicados, todo el mundo piensa que eres el vago al que le pagan por perder el tiempo.

Con el tiempo, se vence esa resistencia. Pero no niego que para mí, una muchacha tímida y malencarada, fue duro. Todos los días comía SOLA, nadie me venía a buscar para tomar un descanso, no iba al gimnasio con ellos, etc. Pero me propuse salir de ese hoyo, y empecé a cazarlos cuando salían a fumar o tomar café, colándome en sus conversaciones hasta hacerme visible.

Y es que cada carrera tiene sus vicios y sus modos. Aunque no desarrolles tu vida profesional en el área en la que te formaste, quedan rasgos de la formación que recibiste.

Tengo amigos diseñadores, programadores, creativos, abogados, psiquiatras, filósofos… y a veces siento que somos amigos a pesar de nuestras profesiones, pero no gracias a ellas.

Como no quiero hacer un post tan largo que ni yo misma pueda leer, próximamente estaré comentando mis experiencias con distintos profesionales, un tratado personalísimo de mi limitada experiencia profesional. Espero comentarios.




martes, octubre 14, 2003

Los problemas de la edad

Gaby posteaba lo difícil que resulta que con menos de dos décadas de existencia, un buen día te pongan a tomar decisiones que determinarán el resto de tu vida. Tiene que escoger qué carrera estudiará y dónde, pero debe prepararse para los exámenes y soportar los rápidos cambios que vive. No parece fácil.

Y, en el fondo, no lo es. Vives una infancia feliz, que se extiende hacia la preadolescencia sin mayores responsabilidades: ser bueno, hacer la tarea, sacar buenas notas y mantener la habitación ordenada (esta última, la más difícil de todas). Un día, así, sin más, tienes que decidir qué carrera quieres estudiar, hacer un trabajo especial para obtener tu título de bachiller, hacer un curso pre-universitario para prepararte, presentar los exámenes de admisión a las universidades, involucrarte en las actividades especiales, la graduación,… y todo esto sin abandonar las buenas notas, el buen humor, el cuarto arreglado. Es una locura.

En mi época, yo no me preocupé tanto porque, aunque toda la vida he sido una floja, para las exigencias de un bachillerato normal yo era una especie de “cerebrito”. Jamás estudié en mi vida, mis apuntes eran los peores, pero mi promedio era bastante alto. Hasta recibí una carta de recomendación de mi colegio por destacarme en computación (no era la mejor, sólo la única que medio entendía Pascal y sabía imprimir sin tener que pedirle ayuda a la profesora). Y a pesar de no ser el caso típico, en el fondo, también me preocupé mucho. Era demasiada presión.

Y es que no es juego: después de ser un niño irresponsable, te ponen millones de cargas adultas sobre los hombros. Empiezas a descubrir el sexo pero te dicen que debes tomar las decisiones correctas en la cama porque sino arruinarás tu vida, empiezas a pensar en lo que quieres hacer y te dicen que debes elegir correctamente porque de eso depende tu éxito el resto de tu vida, empiezas a buscar un lugar en el mundo y te obligan a cumplir demasiados papeles que te impiden estar cómodo en tu propia piel. Es duro.

Pero creo que cada edad tiene sus retos. Y no hablo de cada uno de los años que uno cumple, me parece más bien que hay bloques etáreos que determinan las decisiones que debes tomar. Hay ciertas edades que son un hito y que te empujan a hacer cosas feas que no quieres (pero DEBES) hacer.

Por ejemplo: desde que naces hasta que entras en el kinder, tan sólo eres el bebé de la casa. Después debes abandonar la comodidad a la que estás acostumbrado y tienes que ponerte uniforme, probar otros alimentos, controlar los esfínteres y compartir tus juguetes con desconocidos. Horrible, ¿no?

Yo siento que estoy en uno de esos picos. La verdad, estoy desde hace un par de años, pero me he negado a asumirlo. Y es un fastidio. Siento que soy demasiado chica como para decidir qué quiero ser cuando sea grande, pero soy demasiado grande para comportarme como una niña.

Creo que esos hitos son impuestos desde afuera, es decir, la gente se entera de tu edad y asume que para la pila de años que cargas te toca hacer X ó Y cosa.

Así que me declaro rebelde sin pausa, y ante mi próximo cumpleaños declaro: no sé qué quiere ser en 5 años, no tengo claro mi futuro profesional, no me provoca cursar estudios de cuarto nivel y, encima, no me da la gana de ser mamá ni de usar trajes sastre.

Gracias.



Malas noticias (¿?)

Hace muchos años ya, la publicidad recurrió a las emociones para vender: niños que abrazan a sus padres, despedidas, lágrimas y cualquier cosa que pueda conmover a alguien medianamente sensible.

Hace años ya, los políticos recurrieron a la publicidad para ganarse la simpatía de sus electores. Empezaron por mostrar una fiereza increíble, jurando aplicarla en contra de la corrupción. Después enfilaron su ira en contra de sus rivales, de los partidos del pasado (aquellos que dejaron que la corrupción se enquistara en el sistema) y contra los flagelos de la sociedad moderna (la pobreza, el hambre, el hampa).

Cuando se dieron cuenta de que ese discurso tenía fecha de caducidad, apelaron al moderno sistema publicitario de las emociones. Aparecieron entonces frases inspiracionales, comunidades unidas llenándose de besos y abrazos, y poesía cursi. Claro, un cambio de discurso que no significa un cambio de intención, necesariamente.

La cosa es que ahora la tele se llena de mensajes pagados por partidos políticos donde aparecen niños en escuelas, listando las virtudes del país/circuito electoral al que va dirigida tal propaganda. Por supuesto, nada es improvisado: hay un guión estricto, muy bien pensado, que los niños tienen que memorizar sin equivocaciones, y actuar con sentimiento.

Casi todos cumplen “satisfactoriamente” su misión, pero siempre resalta el último niño, ese que ha sido reservado para el final por su excepcional capacidad histriónica. O sea, “el sobrectuado”. Luego de sus líneas, el político aparece para decir su slogan de campaña, esperando que al oírlo terminemos de botar la lágrima.

En mi caso, la lágrima sólo sale después de la carcajada. El sobreactuado me mata de la risa, porque habla como si recitara alguna oda o elegía.

Con ese mismo dejo de artificialidad, leo con la risa en los labios los mensajes de muchos visitantes a algunos blogs. Es divertido pues van regando mensajes genéricos, cargados de palabras acartonadas y, en un guiño casi torpe, dejan su URL bien a la vista para generar tráfico.

Ustedes que me visitan a diario (o cuando pueden, se agradece igual) se muestran más espontáneos y ligeros, saludando por gentileza o dejando un mensaje porque les provoca. Eso me gusta. La mala noticia es que, por sinceros, no saldrían nunca de últimos en la propaganda de un político. ¿Será de verdad una mala noticia?



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