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sábado, julio 26, 2003

Propósito de mitad de año

Nunca me ha gustado ir al médico. No soy de esas personas que piensan que son los galenos que te producen las enfermedades, pues antes de asistir a consulta “yo estaba muy bien”. Nada de eso. Sé que ellos encuentran lo que está ahí, no lo inventan. Pero a veces caen en la trampa del diagnóstico de moda, o en la desagradable práctica del maltrato al enfermo.

Lo que pasa es que muchos médicos, imagino que para mantener la objetividad, establecen una peligrosa distancia con el paciente y, en vez de verlo como a una persona enferma, lo ven como a un caso clínico.

Además, no son extraños los casos donde el médico te regaña por tu estilo de vida cuando él tiene uno peor. Sientes, en momento como ese, que les falta moral para el regaño y que, de ser tan fácil, el mismo médico seguiría el régimen que te receta.

Hay un gastroenterólogo-nutricionista conocido en la clínica donde trabaja como “el gordo”. Y no es un mote cariñoso sin sentido: el tipo es realmente obeso. Entonces hace falta un ejercicio de imaginación muy pequeño para ponerse en el lugar de un paciente al que este médico le diga los riesgos que implica la obesidad, y la necesidad de mejorar sus hábitos alimenticios.

Mi primo, el cardiólogo, es un hombre pasado de peso también, trabaja demasiado y además, es afecto a las comidas grasientas. Una vez se presentó en el velorio de un familiar diciendo: “pero es comprensible que le haya pasado eso. Ex-fumador con sobrepeso que no hace ejercicio, no tiene gran esperanza de vida. El corazón pasa factura”. Y es cierto, pero ni el momento era el adecuado, ni su condición física daba la talla para dar sermones.

El mejor médico al que he ido en mi vida es un endocrinólogo supremamente sano y consciente, bello, encantador y, sobre todo, altamente sensible. Él se ponía como ejemplo y en todos sus ejemplos se notaba el esfuerzo por administrar bien el tiempo para disfrutar de una buena calidad de vida.

Una vez me dijo:

- A veces uno tiene problemas, todos los tenemos porque somos humanos. Pero yo tengo mi terapeuta, te lo voy a recomendar.

Sacó de su gaveta una libreta de papel y un bolígrafo (pensaba yo que para anotar el número y dirección del especialista) y me dijo:

- Lápiz y papel, mi mejor terapia. Cuando me encuentro agobiado por los problemas hago una lista con todos ellos. Luego tomo otro papel y separo en dos listas los problemas que tienen solución de los que no. La lista de los que no tienen solución va a la basura, no dejaré que el estrés de las cosas que no están en mis manos me enferme. Luego Hago dos listas con los problemas restantes: problemas que YO puedo solucionar, problemas que sólo pueden solucionar otros. La segunda lista va a la basura. Con la lista de problemas depurada, comienzo a tratar de resolverlos.

No era nada nuevo, pero su consejo me llegó. Yo, por ejemplo, suelo quejarme mucho, pero me quejo para expresar mis angustias y, una vez afuera, poder minimizarlas y manejarlas. De vez en cuando hasta hago listas.

Pero volviendo al tema médico: uno no puede creer que ellos tengan consciencia de lo desagradable que son las manos o estetoscopios fríos en el pecho, o las batas de papel o, incluso, el hecho de que te hablen sin cariño o que te ausculten como un mecánico revisa a un carro.

Sé que muchas de las cosas desagradables son necesarias, pero sólo pido un poco de empatía. Avísenme que algo dolerá, o que estará frío, o díganme que saben que es un fastidio, para que yo sienta que saben que soy una persona. Muchos médicos no saben escuchar, no preguntan qué siente el paciente. Otros, tristemente, sólo se ocupan de mandar caros exámenes y tratamientos, y de engordar la cadena de especialistas, refiriéndote a otros médicos por afecciones conexas, no siempre de gravedad.

Tengo una amiga que tenía dolor de estómago, el médico le mandó a hacer una desagradable endoscopia (y la trató como un maniquí), no le encontró nada sino una irritación producto, quizá, de una intoxicación normal y corriente. Peeero, como la intoxicación le produjo unas pepitas en la cara, él la refirió a un dermatólogo “porque es un posible caso de acné severo en adultos”, y el examen y consulta dermatológica terminó con pruebas costosas, para determinar, al final de la tarde, que eran unos granitos por la intoxicación alimentaria, que en una semana no tendría nada. Mi amiga quedó arruinada por una comida que le cayó mal.

Pero no me quejo de eso, es mejor prevenir que lamentar. Me quejo del maltrato. Por eso no voy a médicos. Y sé que está mal no hacerlo, pero me cuesta superar la insensibilidad de muchos. Creo que tendré que ir al psiquiatra para que me ayude a manejar mi miedo por los doctores. Pero ese será otro caso, seguro. Una cadena de nunca acabar y yo, mientras tanto, enfermándome sin saberlo.

Mi propósito de este año es ir a consulta. ¿Alguna sugerencia?



viernes, julio 25, 2003

Hoy pasó algo curioso: la ingobernabilidad de mi casa llegó a tal punto que los objetos en desorden decidieron darnos un golpe de Estado.

Los últimos reportes indican que los tenedores sucios tienen un ejército de ollas armadas en la cocina, los vasos tomaron el control de la sala, los periódicos viejos han sitiado el sofá y la ropa sucia ha tomado rehenes en el cuarto.

Si no posteo más el día de hoy es porque me encuentro en serias negociaciones con los sublevados o porque, definitivamente, caí en combate.


Emociones

Hay momentos llenos de emoción en la vida: graduarse, el nacimiento de un bebé, el descubrimiento de un tesoro, el primer beso (no sólo el primero en la vida, sino también el primero con una persona en especial), un matrimonio, un ascenso laboral...

No todos sienten emoción ante las mismas cosas, y sé que más bien les dan un poco de fastidio. Conozco gente (y en ocasiones yo misma soy una de esas personas) que sienten poco menos que náuseas ante un matrimonio, o se aburren hasta el cansancio en una graduación. De hecho, en este momento debe haber decenas de niños naciendo y a mí no me importa porque no los conozco, ni conozco a sus padres, ni sé que eso está pasando.

La cosa es, y disculpen lo personal, que hoy me enteré que el matrimonio civil de un amigo es el lunes. Extrañamente mi reacción no fue la típica "¿¿¿QUEEE??? ¿Por qué nos lo recordó tan tarde? Y ahora, ¿qué me pongo?". No. Me emocioné, y mucho. Hasta sentí nervios, como si fuera yo la que estuviera a punto de casarse. Es, definitivamente, una de las mejores sensaciones del mundo.

A veces siento, incluso, que la emoción de que esos sucesos le ocurran a alguien querido, se disfruta más que cuando le pasan a uno, pues muchas veces estamos tan nerviosos ante un acontecimiento personal que lloramos, pataleamos, vomitamos o nos comemos las uñas, y no podemos aprovechar la alegría.

Hoy me siento feliz.



El que busca encuentra

Cuando se habla de buscar pareja, todo el mundo tiene una idea preconcebida de cómo es el clásico "buen partido". Los atributos más buscados son belleza, inteligencia, buen humor, responsabilidad, solvencia financiera y un pocotón de cosas que, fríamente, no son más que un listado de virtudes que parecieran no tener defectos.

Pero la gente olvida que todos somos distintos. Lo que es un buen partido para ti quizá no lo sea para mí.

Dicen que el ser humano busca cinco tipos de pareja: la emocional, la sexual, la social, la intelectual y la financiera. Espero no haberme equivocado, pero por ahí va la cosa. El asunto está en que casi nunca podemos encontrar todos estos atributos en una sola persona, porque de pronto conoces a alguien que tiene buen empleo, es inteligente, te hace sentir bien, pero te parece feo. O alguien que te atrae, es buen amante, adinerado, pero es supremamente bruto.

Sí, todos buscamos básicamente lo mismo, la cosa está en qué orden y en qué cantidad. Hay gente que no podría salir con un tipo sin plata aunque fuera un genio. Hay gente que no podría salir con una chica fea aunque fuera millonaria. Hay gente que no podría establecer una relación con una persona insensible ni que fuera el ser más simpático del mundo.

La pregunta es, ¿qué busco realmente? Y eso no sólo se aplica a la pareja sino también a los amigos (sobre todo a los compinches), pues hay amigos para fiestear a los que no les contarías ni el más mínimo problema emocional, meintras que hay pañitos de lágrimas que escuchan tus problemas pero con los que nunca has compartido una copa.

El que busca encuentra... la cosa es que hay que saber qué estamos buscando.


Parejas en el tiempo

Pocas cosas me conmueven tanto como ver a una pareja adulta-madura-anciana tomada de la mano. Hombre y mujer, pasados los años de la juventud, dedicados al goce de una rica vida en pareja, y al deleite de cosechar los frutos bien sembrados.

No puedo evitar sentir emoción al ver a un viejito agarrando a su viejita para cruzar la calle, o persiguiéndose por los pasillos del supermercado para preguntarse si la margarina era con o sin sal. Me encanta la ternura masculina de un señor maduro que superó los estrechos paradigmas machistas que lo formaron, y que se atreve a amar con descaro a su mujer.

Es en esos momentos cuando siento envidia y, lejos de acompañarla con el malsano pensamiento destructivo o la crítica absurda, pido a Dios que me permita disfrutar de esa dicha con mi pareja. Emularlos, sobre todo en las cosas buenas, es mi deseo profundo.

Es lindo (y dirán que llegué al tope de la cursilería) cuando además estas parejas hacen algo que muchos creen que sólo deben hacer los jóvenes, como darse un besito en la boca, o pasear en bicicleta, o ir al cine.

Ayer, por ejemplo, una pareja de aprox. 55-60 años entró a un Subway, y se veían lindos preguntándose si el aderezo de cebolla dulce sería mejor o si el pan de orégano con parmesano sería bueno. El señor fue el encargado de servir las bebidas, y con picardía infantil, no pudo evitar apretar demasiado la palanca del hielo (llenando el vaso hasta el tope). Ella, desde lejos, conociendo esos arranques lúdicos incluso antes de que sucedira el episodio del hielo, le gritó: "no le vayas a poner mucho hielo". Pero era tarde.

Comieron juntos, conversando, sonriendo. A lo mejor me equivoco y sean sólo amigos, pero de igual manera me alegraron la noche. Envejecer es inevitable, pero no es razón para dejar de vivir la vida con entusiasmo, amor y entrega.


jueves, julio 24, 2003

Bosta ciudadana

Digamos que hay cosas que me hacen sentir como una suiza en el Congo. Por ejemplo, esta mañana una familia con mala cara, se dirigió a un bello parque del este, muy concurrido además, y llevó a su perro mestizo (no tengo nada en contra, sólo que parecía no estar vacunado… otro error garrafal) a liberar sus tensiones gástricas.

Estoy de acuerdo, como madre de perro, que siempre es mejor llevar el perrito a la calle, tanto para ellos como para uno, peeeero ¿por qué dejar los excrementos caninos en pleno césped?

La cosa es que asumo que uno debe saber las responsabilidades que tiene en la vida, y me molesta que la gente no lo haga. Digo, si tienes un perro que defeca en un parque público, ten la decencia de llevar una bolsita y ahorrarnos a todos la contaminación.

Ahhh, pero como en Caracas sólo hay un municipio que castiga la mala conducta ciudadana, todos nos portamos mal… Muy bien. De manera tal que no consideramos delito una mala acción si no tiene sanción. Perfecto.

Aquí la culpa es del que se porta mal y del que no toma medidas preventivas, de la autoridad y del que la desafía… porque al final, la autoridad se cruza de brazos ante los desmanes de los ciudadanos y cuando se digna a hacer algo, termina tomando una drástica decisión, como prohibir la entrada de perros a parques públicos.

¿Por qué tengo que pagar yo por la inconsciencia de los demás? ¿Qué culpa tiene el pobre Kotaru?



miércoles, julio 23, 2003

La televisión por cable

QUIERO VER TEEEELEEE!!!!Hasta hace poco en Venezuela no había televisión por cable. Bueno, a decir verdad, ya tiene algunos años entre nosotros, pero todavía no supera a nuestra historia de televisión abierta.

Obviamente antes todo el mundo veía los mismos programas cutres que pasaban los canales abiertos, con las honrosas excepciones de un canal cultural que era nuestro Discovery criollo.

Pero desde la llegada del cable, ya no me acuerdo cómo era la vida con televisión abierta. Yo, que nunca fui amante de telenovelas, ahora tengo la posibilidad de ver películas y series, muchas, aunque sean repetidas, y no unirme a las interminables historias de amor y dolor de la niña pobre y el niño rico. Yo, que nunca soporté los maratónicos programas de variedades, ahora entiendo que hay otras opciones televisivas los días sábados. Yo, que hasta trabajé en un canal de cable, asumo abiertamente que no recuerdo cómo pude vivir antes de los canales por suscripción.

Desde hace días, la compañía que me presta el servicio de cable se encuentra realizando “un mantenimiento preventivo” en la zona donde vivo, y me ha tocado revivir los oscuros días de la televisión abierta.

La señal es pobre y hay que mover la antena para que dejen de formarse figuras imposibles de entender; los canales tienen la misma programación en bloques horarios, pasando el mismo tipo de bati-programa a la misma bati-hora en todos los bati-canales, así que si te provoca ver comiquitas en la hora del noticiero puedes ponerte a llorar; las limitadísimas opciones parecen repetidas por su alto contenido de películas y series añejas (vistas todas ya en cable) y, además, ahora empiezo a entender la desesperación de mis coterráneos por las extensas cadenas presidenciales. Sí, porque nunca antes me vi obligada a soportarlas, ya que con un click de control remoto, me transportaba a canales de cocina, series, animaciones o documentales, todos mucho más interesantes y cortos que las benditas cadenas. Yo me enteraba del contenido de las alocuciones presidenciales al revisar la prensa del día siguiente, pero nunca antes estuve ante una de ellas por falta de mejores opciones.

Recuerdo, sí, la dura vida de los canales abiertos cuando me toca ver una telenovela de una gorda que se convirtió en flaca y se cambió el nombre para tomar venganza de todos aquellos que le hicieron la vida imposible cuando todavía cargaba sus kilitos extra. Y culpo a los escritores, que juraron nunca rebajar a al protagonista, que juraron romper los paradigmas de belleza y llevarla a la felicidad a pesar de su gordura.

Recuerdo, sí, el espanto del aburrimiento ante los programas de opinión a media noche (repeticiones de los matutinos). Recuerdo obligada, recuerdo por imposición, recuerdo y prefiero olvidar.

Ya he llamado tres veces a la compañía de cable. Juran que a final de semana repondrán la señal. Por lo pronto, espero que tengan piedad, como la tuvieron anoche, y me brinden unas horas de entretenimiento variado, por el que, dicho sea de paso, estoy pagando.

Mientras tanto, seguiré leyendo mis libros y revisando Internet, y esperando, eso sí, que vuelva la alegría de la fantasía televisiva foránea.



martes, julio 22, 2003

El vino y el tiempo

A veces no sé dónde me llevará mi timidez. No acostumbro a saludar de beso y abrazo a todo el consigo en la calle, no me gusta tocar a personas extrañas, hablo poco cuando no conozco a la gente, no acepto caramelos de desconocidos, no, no, no, señorita no (dicen que señora, pero no me lo creo).

Tampoco me gusta revivir recuerdos amargos con una sonrisa hipócrita, en esas ocasiones extrañas en las que uno se consigue a un ex-amigo o un conocido con el que no tuvo bonita historia, y que normalmente la gente afronta con saludos, ovaciones, alegrías y escándalos en la calle, para luego comentar que “ese que acabo de saludar es un perfecto cretino”.

Prefiero no sacar muertos de las tumbas y que todos estemos en paz.

Hace unos días, mientras estaba en la farmacia, escuché una gangosa voz femenina que me pareció conocida. En efecto, la conocía, pero tenía más de 12 años de no ver a esta persona que, por cierto, venía con su madre (a quien también conozco de cerca). La persona no es mala, la verdad que no, pero nuestra amistad se enfrió en el Polo Norte y hasta el sol de hoy no he sentido ánimos para reconstruirla. La falta de feeling ha hecho que deje esa relación en el cajón de los recuerdos li-te-ral-men-te, donde guardo cartas, papelitos y calcomanías de cuando éramos niñas y amigas. Esos recuerdos sí me sacan una sonrisa de vez en cuando, pero pensar en la amistad 12 años después, no me da emoción.

La cosa es que no quería entrar en la escena tenebrosa del saludo (pues no sabía cómo sería), y me quedé petrificada en el mostrador, hablando con la boca torcida y muy bajito. Si no fuera porque le estaba extendiendo el billete, el cajero habría pensado que lo estaba robando, pues yo le decía algo así como: rapidito, pues, shhh, no tengo todo el día.

Respiré aliviada cuando salí por un pasillo lateral sin ser vista (digo yo que sin ser vista, no sé si ella también me vio y se hizo la loca). Me fui al supermercado de al lado. Era uno de esos días de compras varias e intrascendentes, así que me instalé en la sección de vinos buscando un tinto agradable o un blanco no tan aburrido. En ese momento la voz invadió el lugar de nuevo. Madre e hija me seguían los pasos en su día de compras. Instintivamente me lancé al suelo, último estante de vinos, y ya en cuatro patas pregunté a la encargada: “¿y este vino será bueno?” ¡Qué demonios iba a ser bueno, si era una garrafa como de 8 litros del peor y más barato vino de mesa! Pero nada, allí me quedé hasta que pasaron con el carrito vacío, y cuando las voces se alejaron, corrí a pagar, asumiendo que tendría unos minutos antes de que llenaran el carrito. Me fui a mi casa, ya no podía continuar con la persecución.

Así me pasa con la gente que resucita del pasado. Ya me conozco todos los estantes de abajo de los supermercados y creo que he limpiado más pisos que los mismos empleados de algunas tiendas.

No sé por qué me pasa eso, pero es instintivo mi deseo de esconderme. No sé si es que no me interesa conocer qué ha pasado en esa vida en mi ausencia, o si será que no quiero que me juzguen por lo que he hecho con mi vida. Y algunas veces en las que no he podido escapar me he encontrado con gratas sorpresas, con gente feliz de verme, con gente que me alegra ver, con reencuentros maravillosos, pero nunca han sido auspiciados por mí. Yo me escondo.

Pienso que debería trabajar en eso. ¿Qué tal si las amistades, como los vinos, se añejan para bien?



Alegría

He visto tantas caras tristes en la calle, que me provoca sobarles la cabeza y decirles: ya pasará. Las cosas malas siempre pasan, en serio, pero las buenas no. Aunque ya no te están pasando esas cosas bonitas, tus recuerdos las mantienen vivas. Es como el dolor de parto: según cuentan, el que más rápido se olvida. ¿Cómo no olvidar los dolores cuando tienes a tu hijo sobre el pecho, cuando lo escuchas llorar a los lejos en el quirófano, cuando tienes la emoción de ver esa cara que no conoces?

Así es la vida. Yo también tengo días malos, terribles, pero pasan. Luego recuerdo las excursiones a las cuevas, los paseos por el campo, las vacaciones en la playa, los días de campamento y vuelvo a ser feliz. Una y otra vez.

La alegría nos pertence tanto como la tristeza. Así pues, podemos darle un espacio a cada una, pero no dejar que ellas nos quiten el espacio a nosotros. Hay días hechos para llorar, pero otros definitivamente tienen que ser adornados con una sonrisa.


lunes, julio 21, 2003

Déjame aclarar una duda que tienes…

Hay gente que, por pensar distinto, asume que uno es un animal. Digamos que uno está expresando una opinión, dentro de los cánones (claro está) de la cortesía y asumiendo la responsabilidad por lo que está expresando, cuando algún cretino te dice: déjame aclararte una duda que tienes. ¡Pero si no estoy dudando! Sé lo que digo, y lo digo porque lo pienso.

Claro, la cosa está en que hay gente que hace estas intervenciones absurdas como queriendo decir: serías mejor tú, si fueras más como yo.

Contrastar opiniones es chévere, es nutritivo, es interesante, pero imponerlas es una tontería:
1. Porque cada cabeza es un mundo, con lógica propia y con apegos distintos.
2. Porque al final, cada quien piensa lo que le da la gana (te pueden obligar a hacer algo, pero a pensar algo es una cosa más difícil).
3. Porque hay que celebrar las diferencias y aprender de ellas, no tratar de establecer un comunismo mental.

Más de uno te quiere enredar con aquello de que tiene un título en quién sabe qué porquería, o diciendo “yo sí sé lo que te digo” o cosas así, las modalidades son infinitas. ¿Cómo demostrar que tú sabes más que otro sólo de palabra, así, sin argumentos válidos? Sí, siempre la bendita intolerancia.

Buenísimo, a esa gente se le inflará el ego con esas imposiciones, pero al final uno piensa lo que quiere. Lástima que haya gente que necesite de estas prácticas para sentir que son alguien en la vida, ¿no?



domingo, julio 20, 2003

El messenger

Se fue. Mi messenger ha pasado a mejor vida y mi computadora se niega a que lo sustituya con cualquier recién llegado. No señor, ella guarda luto cerrado. Hasta hace poco resolvía el problema de comunicación que me dejó, usando el trillian, pero él también ha decidido hacer huelga de brazos caídos. La última vez que recibí un mensaje fue del Toro, pero ese mensaje se llevó por las cachos la comunicación y ni responderlo pude. Veremos si llevoa terapia a la PC, pero esta incomunicación no puede seguir...


¿Dónde?

Hay momentos de mi vida donde no sé a qué mundo pertenezco. No sé si ya soy una adulta con todas las de la ley o sigo siendo una niña.

Creo, humildemente, que soy una con mucho de la otra (haciendo la elección que se desee). Pero eso es difícil de manejar socialmete.

Casi siempre me siento incómoda hablando con las amigas casadas sobre la decoración, las cocinas italianas o las copas alemanas, pero llegan a desesperarme también las conversaciones llenas de chismes infantiles, o las canciones de moda, o los rollos mentales porque "fulana me dijo que sí, pero yo creo que no, pero él estaba viéndome mucho blablabla".

No sé dónde debo ubicarme. A veces me cuesta más, a veces menos, pero juro que es duro pensar cada palabra de acuerdo al público. Por ejemplo, ayer un compañero de trabajo de mi esposo me preguntó cómo estaba todo y yo le contesté que estaba "fajada con el XBOX"... y él me miró con cara de extrañeza, y dijo: ahh, esos juegos de niñitos, ¿no?

Más tarde, un muchacho joven me preguntó lo mismo y le respondí lo mismo, pero su cara de "no me creo que esta vieja sepa de lo que está hablando" dejó la conversa mocha.

Al mismo tiempo no dejo de pensar: ¿cuáles serán los temas considerados "adultos"? Y es que veo a tantos adultos más adultos que yo, comprtándose como niños más niños que yo, y no entiendo. Digo, porque un hombre que tiene 10 años de casado, varios hijos y debería celebrar el cumpleaños de su niña pero en cambio prefiere ir a una fiesta para "cazar" amante nueva, es infantil. Lo mejor es que la "amante vieja" se apareció con un nuevo novio y el tipo tuvo una reacción adolescente más patética que la misma situación.

Lo divertido es que, a pesar de la desubicación, no me importa. Yo soy como soy, independientemente de la audiencia. Quizá por eso la gente dice que soy extraña.


Día de fiesta

Es difícil que la gente te deje quieto en las fiestas. Cada uno tiene su idea de cómo pasarla bien, de cómo divertirse y de cómo ser un verdadero fiestero. Lo malo es cuando tratan de imponerle a los demás esa forma especial de vivir una fiesta.

Yo, por ejemplo, no bailo. Al diablo con el mito de la sangre latina, no llevo el ritmo en la sangre ni me sale natural bailar salsa. Tampoco me gusta reventarme a whisky, ni conocer a todo el mundo, las tortas de guanábana no me gustan para nada y la esperada tarta de chocolate no es algo por lo que mataría. Eso sí: me encanta tener una buena conversación, o ver cómo se desarrolla la fiesta o, incluso, tomar algunas fotos. De vez en cuando medio llevo el ritmito de algo que me guste mucho con la cabeza (o los pies si estoy sentada). Me encanta cantar con mucho sentimiento una canción que me guste mucho, pero eso no signifique que lo quiera hacer para toda la audiencia presente usando karaoke.

Parece inútil explicar que los que no perdemos el control en una fiesta no somos aburridos sino que tenemos otra forma de disfrutar. Parece indecente explicar que a algunos nos gusta observar. Parece estúpido admitir que nunca aprendimos a bailar (entre otras cosas, porque nunca nos llamó la atención). Pero sobre todo, parece ofensivo tener que defenderse por ser como es uno.


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