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lunes, noviembre 10, 2003

Pactando con el diablo

No deja de sorprenderme cómo la maldad y la avaricia se dan la mano en el mundo. De sobra sé que hay gente muy mala, increíblemente indecente, que opaca los esfuerzos de la gente buena por hacer de este un mejor lugar para vivir.

Como la mayoría de nosotros, he sido testigo del meteórico ascenso de gente malvada a las cúpulas del poder: en los países, en las empresas… En todas partes hay un ser despreciable que se monta en un podio ajeno, y lejos de haberlo ganado con esfuerzo y talento, lo roba con trampas y componendas.

Es imposible no sentir algo de rabia cuando eso pasa. Saber que tu jefe está ahí porque es el brazo ejecutor de un superior que no se atreve a ser malo abiertamente. O saber que esa chica a la que le dieron el ascenso ahora gana más que tú porque es fácil en la cama. O descubrir que el futuro del departamento en el que trabajas está en manos de un incompetente, al que sólo le dieron el cargo por ser amigo de la infancia de algún vice-presidente o, al menos, reciente compañero de copas.

Pero he aprendido, con los años, a olvidar esos rencores. Son cosas que pasan, inevitablemente en muchos casos, y contra las cuales uno no puede luchar.

Con el tiempo, de alguna manera, uno llega a entender que todo es transitorio. Creer que la buena suerte es eterna es, por decir lo menos, ser estúpido. Apoyarse en una relación casi fraudulenta con los jefes de turno es una soberana muestra de torpeza. Echarse a descansar en unos laureles mal habidos es un suicidio.

Las personas que son capaces de aliarse con gente malévola, con el fin único de alcanzar una meta, tarde o temprano pagan su error. Una alianza basada en la maldad y en el odio, en el abuso y la mentira contra otros, tiende a voltearse en nuestra contra. Si alguien es capaz de perjudicar a otra persona por favorecerte a ti, ¿qué garantías tienes que mañana no será tu turno de ser el perjudicado? La cuestión es, básicamente, de escrúpulos. Si tu aliado no los tiene, no hay garantías. Y no, no es tan fácil como decir: “sólo lo hago esta vez”. En cuestiones como esta, no hay manera de escapar. El que no te lo cobra a la entrada, te lo cobra a la salida.

Eso sin tomar en cuenta que, cuando los negocios salen bien, el efecto es como el de las drogas, e intoxicado de poder, nunca acabarás el pacto maldito que tantas cosas agradables te ha dado.

Pactar con el diablo no es cosa de juego. Y no lo uso como metáfora: creo que cuando eres capaz de despojarte de tus valores, de tu ética, de tu mística de trabajo por conseguir una oficina con vista, estás vendiendo tu alma.

Yo trabajo por dinero, ciertamente, pero también porque amo lo que hago. Aunque me pagaran millones de dólares no haría nada que vaya en contra de mis valores, o en contra de alguna persona. Quizá eso me impida alcanzar altos cargos en algunas corporaciones, pero mantendrá intacta mi felicidad… o por lo menos, mi posibilidad de alcanzarla.

A un gran amigo se le enfermó su padre. Habiendo recibido una asignación de mercadeo, notificó que no la cumpliría, que iba a cuidar a su papá en sus últimas horas. Su jefa, al día siguiente del entierro del señor, dejó sobre la mesa un memorándum en el que amonestaba a mi amigo por “haber incumplido con su trabajo”. No sólo la ley lo amparaba en ese caso, sino también la moral, pero nada de eso estuvo presente en aquel espectáculo y mi amigo, con el ánimo por el piso, decidió firmar el memo y tragarse las ganas de llorar.

Esta jefa, imagino, habrá ganado puntos extras en la consolidación de su “imagen” de ejecutiva implacable… pero, ¿no llegará la hora en la que, hasta con intereses, tenga que pagar ese memo? No lo sé, no lo estoy deseando tampoco, pero lo puedo predecir. Si tu superior es capaz de utilizarte para humillar a otros, no esperes piedad en el futuro para ti misma. La buena estrella se acaba, y nunca está presente cuando el diablo cobra sus facturas…



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