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miércoles, octubre 01, 2003

Hace una semana, mientras trabajaba en la oficinita de mi casa, escuché un rumor de tambores, un ritmo encantador que entraba por mi ventana… ¡eran gaitas!

A dos edificios del mío hay un colegio y, dado el hecho de que ya empezaron las clases, creo que esa noche decidieron hacer las pruebas de selección para el grupo de gaitas de este diciembre.

A pesar de que tengo mis propios gustos musicales (en los que la gaita no puntea las encuestas), debo reconocer que hay cosas que tolero bastante bien porque representan tradiciones. No sé si me gustaría demasiado escuchar tambores y furros de fondo todo el año, pero justo ahora, me encanta que estén allí para anunciarme la navidad.

Y no es que las gaitas de colegio sean las más tradicionales: cada año los escuadrones de baile se esmeran por conseguir uniformes a la moda, casi todos muy “internacionales” y con un toque de sensualidad (y no lo critico: la belleza de las chicas de 16-18 hay que mostrarla).

Tampoco es que las gaitas de colegio me fascinen por recordarme mis año mozos: no pertenecí al grupo de gaitas del mío, era de esas nerds que editaban el periódico escolar a lo Lisa Simpson.

Y tampoco puedo decir que mi fiesta favorita sea la navidad… para mí es linda cualquier ocasión siempre que se pueda estar con los seres queridos.

Pero sí, me gustan las gaitas en diciembre. Me refrescan la sangre, lo que me recuerda de dónde vengo. Me aviva el sentimiento de pertenencia a esta tierra. Me recuerda esa época colegial en la que, a pesar de que las chicas que hacían las coreografías y cantaban no eran mis amigas, ellas representaban mi colegio, y verlas lucirse en la tarima de un festival era un orgullo para mí.

Es raro, pero a pesar de las vocalistas tan desafinadas que audicionaron esa noche, terminé de trabajar con una sonrisa en el rostro.



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