jueves, octubre 09, 2003
El olor de la almohada
Para nadie es un secreto que tengo problemas de sueño. La verdad no se trata de insomnio propiamente dicho sino, más bien, de horarios cambiados. Parece que mi cuerpo cree que vive en otro lugar del mundo o, para ser más sincera, en el día pago el precio de ser noctámbula.
Me cuesta conciliar el sueño antes de las 3 de la madrugada por lo cual, invariablemente, levantarme temprano es una proeza pocas veces cumplida.
El problema es que, a pesar de mis esfuerzos titánicos por abrir los ojos, casi nunca me puedo despedir de mi esposo, y mucho menos desayunar con él. Las pocas veces que lo he hecho, mi día se ha iluminado notablemente, porque nuestros encuentros matutinos me llenan de una poderosa energía con efecto residual.
Pero cuando al despertarme él ya no está, nada me reconforta más que tomar su almohada y olerla hasta conciliar el sueño nuevamente. Es el sueño más plácido de todos, como ese que tienen los bebés que duermen oliendo una camisa de papá, como ese que tienen las enamoradas que abrazan el oso de peluche que el novio les regaló en su primer mes.
Así de enamorada me siento yo: con una pasión que flota, con ese placer en reposo, con este sosiego infinito cargado de olores y cositas cotidianas.
¡Qué grandeza tienen las cosas pequeñas!
Para nadie es un secreto que tengo problemas de sueño. La verdad no se trata de insomnio propiamente dicho sino, más bien, de horarios cambiados. Parece que mi cuerpo cree que vive en otro lugar del mundo o, para ser más sincera, en el día pago el precio de ser noctámbula.
Me cuesta conciliar el sueño antes de las 3 de la madrugada por lo cual, invariablemente, levantarme temprano es una proeza pocas veces cumplida.
El problema es que, a pesar de mis esfuerzos titánicos por abrir los ojos, casi nunca me puedo despedir de mi esposo, y mucho menos desayunar con él. Las pocas veces que lo he hecho, mi día se ha iluminado notablemente, porque nuestros encuentros matutinos me llenan de una poderosa energía con efecto residual.
Pero cuando al despertarme él ya no está, nada me reconforta más que tomar su almohada y olerla hasta conciliar el sueño nuevamente. Es el sueño más plácido de todos, como ese que tienen los bebés que duermen oliendo una camisa de papá, como ese que tienen las enamoradas que abrazan el oso de peluche que el novio les regaló en su primer mes.
Así de enamorada me siento yo: con una pasión que flota, con ese placer en reposo, con este sosiego infinito cargado de olores y cositas cotidianas.
¡Qué grandeza tienen las cosas pequeñas!