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jueves, octubre 16, 2003

El chivo que más mea

(tercero de la serie)

Mi capítulo preferido: los jefes.

Hay millones de tipos, pero los más comunes (y los más desesperantes) son los jefes mediocres y malintencionados.

En mi primer empleo tuve un jefe fantástico, que se convirtió en mi tutor y que, hasta el sol de hoy, le agradezco haberme hecho amar mi trabajo.

Pero he tenido otros jefes. Uno de ellos fue una mujer que había llegado al cargo por un golpe de suerte, no por su capacidad. Apenas cambió de escritorio, se volvió mala, olvidando que días antes ella misma había sido igual al resto.

Su única función era ser el brazo ejecutor del jefe mayor, quien quería mantener el control de los empleados sembrando el miedo. Ella era la encargada de hacerlo, poniendo fechas de entrega imposibles de cumplir, entorpeciendo el trabajo de todos los que no estaban apadrinados, generando intrigas entre compañeros y, sobre todo, vigilando. Si llegabas 5 minutos tarde, o si estabas en camino a tu escritorio en horario de trabajo, sonaba tu celular con la consabida pregunta: ¿dónde estás? También supimos de grabación de llamadas telefónicas, espionaje generalizado, burocracia, trabajo en feriados y fines de semana y, por supuesto, amenazas.

Lo que lamento es que se vendiera tan rápido. Imagino que sería una táctica de supervivencia y ascenso, pero es triste que se traicionen los valores por un cargo. Era muy lamentable, además, que ella no fuera buena en su cargo real. Como verdugo era fantástica, pero cumpliendo las funciones que figuraban en su contrato era muy mala…

Otro jefe (paralelo a la citada arriba) es un caso doloroso. Un jefe bueno, amable y entregado a entrenar a su equipo, se convirtió en cómplice de los malos jefes al pecar por omisión. Él vio cómo nos acosaban y no hizo nada. Eso no se perdona, sobre todo porque, después de establecer una relación personal con uno, terminó dando la puñalada por la espalda.

Otro caso digno de ser citado no llegó a ser mi jefe, pero sí lo fue de gente cercana. El hombre no era bueno en ventas ni atención al cliente, pero por su abultado ego, asumía esas funciones en detrimento de su propia empresa. Le fascinaba mostrar que tenía el control, que sólo él mandaba, aun cuando esto significara pisotear el talento de sus empleados para imponer su criterio.

Yo aspiré a un puesto dentro de esa empresa, pero la entrevista me espantó. El hombrecillo en cuestión se dedicó a darme, como argumento único ante todo cuestionamiento, que él tenía una larga trayectoria en el medio, que tenía una experiencia de casi 20 años, bla bla bla. Lo malo es que sus 20 años no habían sido de aciertos sino, más bien, de tropiezos y bajo perfil. Yo pensaba que se trataba de una compañía relativamente nueva, por eso nadie la conocía… pero con pedantería me restregó sus 20 años en completo anonimato. Gracias a Dios conseguí otro trabajo en el que pude respetar a mis jefes.

Jefes que discriminan por tu carrera o sexo, por tu edad o por cualquier otra razón, abundan. Siempre se portan como sabelotodos, te hablan con el tonito perdonavidas y te ponen a hacer el trabajo sucio.

Pero si he llegado a saber que esos jefes son malos, es porque he tenido jefes muy buenos. Además de mi primer jefe, en la productora audiovisual tuve jefes y compañeros de primera línea. Yo era nueva en el oficio y mis jefes me enseñaron a hacer las cosas, facilitaron mi adaptación y confiaron en mí.

Mi jefe actual es un sueño: simpático, enérgico cuando debe serlo, considerado, amable y flexible. Confía en mí y me lo hace saber, me permite crecer profesionalmente.

En el fondo, pienso que he tenido suerte con los jefes. Unas veces mejor suerte que otras, pero es fascinante cuando te toca la buena.



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