miércoles, julio 23, 2003
La televisión por cable
Hasta hace poco en Venezuela no había televisión por cable. Bueno, a decir verdad, ya tiene algunos años entre nosotros, pero todavía no supera a nuestra historia de televisión abierta.
Obviamente antes todo el mundo veía los mismos programas cutres que pasaban los canales abiertos, con las honrosas excepciones de un canal cultural que era nuestro Discovery criollo.
Pero desde la llegada del cable, ya no me acuerdo cómo era la vida con televisión abierta. Yo, que nunca fui amante de telenovelas, ahora tengo la posibilidad de ver películas y series, muchas, aunque sean repetidas, y no unirme a las interminables historias de amor y dolor de la niña pobre y el niño rico. Yo, que nunca soporté los maratónicos programas de variedades, ahora entiendo que hay otras opciones televisivas los días sábados. Yo, que hasta trabajé en un canal de cable, asumo abiertamente que no recuerdo cómo pude vivir antes de los canales por suscripción.
Desde hace días, la compañía que me presta el servicio de cable se encuentra realizando “un mantenimiento preventivo” en la zona donde vivo, y me ha tocado revivir los oscuros días de la televisión abierta.
La señal es pobre y hay que mover la antena para que dejen de formarse figuras imposibles de entender; los canales tienen la misma programación en bloques horarios, pasando el mismo tipo de bati-programa a la misma bati-hora en todos los bati-canales, así que si te provoca ver comiquitas en la hora del noticiero puedes ponerte a llorar; las limitadísimas opciones parecen repetidas por su alto contenido de películas y series añejas (vistas todas ya en cable) y, además, ahora empiezo a entender la desesperación de mis coterráneos por las extensas cadenas presidenciales. Sí, porque nunca antes me vi obligada a soportarlas, ya que con un click de control remoto, me transportaba a canales de cocina, series, animaciones o documentales, todos mucho más interesantes y cortos que las benditas cadenas. Yo me enteraba del contenido de las alocuciones presidenciales al revisar la prensa del día siguiente, pero nunca antes estuve ante una de ellas por falta de mejores opciones.
Recuerdo, sí, la dura vida de los canales abiertos cuando me toca ver una telenovela de una gorda que se convirtió en flaca y se cambió el nombre para tomar venganza de todos aquellos que le hicieron la vida imposible cuando todavía cargaba sus kilitos extra. Y culpo a los escritores, que juraron nunca rebajar a al protagonista, que juraron romper los paradigmas de belleza y llevarla a la felicidad a pesar de su gordura.
Recuerdo, sí, el espanto del aburrimiento ante los programas de opinión a media noche (repeticiones de los matutinos). Recuerdo obligada, recuerdo por imposición, recuerdo y prefiero olvidar.
Ya he llamado tres veces a la compañía de cable. Juran que a final de semana repondrán la señal. Por lo pronto, espero que tengan piedad, como la tuvieron anoche, y me brinden unas horas de entretenimiento variado, por el que, dicho sea de paso, estoy pagando.
Mientras tanto, seguiré leyendo mis libros y revisando Internet, y esperando, eso sí, que vuelva la alegría de la fantasía televisiva foránea.

Obviamente antes todo el mundo veía los mismos programas cutres que pasaban los canales abiertos, con las honrosas excepciones de un canal cultural que era nuestro Discovery criollo.
Pero desde la llegada del cable, ya no me acuerdo cómo era la vida con televisión abierta. Yo, que nunca fui amante de telenovelas, ahora tengo la posibilidad de ver películas y series, muchas, aunque sean repetidas, y no unirme a las interminables historias de amor y dolor de la niña pobre y el niño rico. Yo, que nunca soporté los maratónicos programas de variedades, ahora entiendo que hay otras opciones televisivas los días sábados. Yo, que hasta trabajé en un canal de cable, asumo abiertamente que no recuerdo cómo pude vivir antes de los canales por suscripción.
Desde hace días, la compañía que me presta el servicio de cable se encuentra realizando “un mantenimiento preventivo” en la zona donde vivo, y me ha tocado revivir los oscuros días de la televisión abierta.

Recuerdo, sí, la dura vida de los canales abiertos cuando me toca ver una telenovela de una gorda que se convirtió en flaca y se cambió el nombre para tomar venganza de todos aquellos que le hicieron la vida imposible cuando todavía cargaba sus kilitos extra. Y culpo a los escritores, que juraron nunca rebajar a al protagonista, que juraron romper los paradigmas de belleza y llevarla a la felicidad a pesar de su gordura.
Recuerdo, sí, el espanto del aburrimiento ante los programas de opinión a media noche (repeticiones de los matutinos). Recuerdo obligada, recuerdo por imposición, recuerdo y prefiero olvidar.
Ya he llamado tres veces a la compañía de cable. Juran que a final de semana repondrán la señal. Por lo pronto, espero que tengan piedad, como la tuvieron anoche, y me brinden unas horas de entretenimiento variado, por el que, dicho sea de paso, estoy pagando.
Mientras tanto, seguiré leyendo mis libros y revisando Internet, y esperando, eso sí, que vuelva la alegría de la fantasía televisiva foránea.