viernes, julio 11, 2003
Fiestas infantiles
Hace poco estuve pensando en la alegría que representaba para mí ir a una piñata. Era lo máximo saber que tendría una tarde de desenfreno infantil, donde podría comer todo aquello que ordinariamente estaba prohibido comer, que podría jugar con mis amigos y que, además, traería a casa un botín de caramelos y, probablemente, algún juguete barato (los mejores, debo decir).
Las fiestas infantiles son como un rave para niños: el individuo se atiborra de azúcar (proveniente de los pasapalos, chupetas, caramelos, tortas, refrescos y demás chucherías), luego sufre una euforia incontrolable que se ve magnificada por el comportamiento grupal (normalmente se forman pandillas de niños en las fiestas, que planean travesuras, todos drogados con el exceso de azúcar) y al final, cuando la energía está a punto de hacerlo explotar, la cosa culmina con un fugaz episodio de violencia (cuando estás más eufórico, te dan un palo para que descargues tu furia contra la piñata). Genial.
Había fiestas que no me gustaban, por ejemplo, las que tenían payasos. También me parecían horribles las que tenían demasiados niños grandes porque me excluían de todo por ser muy chica. Pero en general, las mejores eran aquellas donde los adultos se dedicaban a tomarse unos tragos y dejaban de lado la estricta vigilancia.
O sea, drogas, compinches y violencia. Sólo por eso valía la pena ponerse esos trajes fastidiosos que a veces las madres querían que uno vistiera para las ocasiones especiales…
Mi voto en contra de las madres que hacen esas piñatas de cintas, en las cuales uno no puede pegarle a nada con un palo, sino que debe reunirse con el resto de los chicos alrededor de la piñata para halar una cinta y, entre todos, abrir la piñata para extraer de ella una bolsita con contenido predeterminado que se encuentra atada a la cinta. Patético.
Y es que gran parte de la diversión es pelearse con los otros (con los remanentes de la furia que se descargó al pegarle a la piñata) para obtener los mejores caramelos y juguetes. ¿Cómo negarle a un niño ese placer? Mi madre, por ejemplo, era de esas vivas que esperaba que los niños se pusieran en 4 patas para asaltarlos por la retaguardia y robarles los caramelos que, sentados sobre los talones, empollaban. Todo iba bien hasta que uno de los afectados la descubrió y le puso un ojo morado. Pero esos son gajes del oficio.
Lamentos que los adultos no podamos tener algo similar… los raves no son lo mismo… la dulce alegría del furor infantil es algo que saborearé el resto de mi vida.

Las fiestas infantiles son como un rave para niños: el individuo se atiborra de azúcar (proveniente de los pasapalos, chupetas, caramelos, tortas, refrescos y demás chucherías), luego sufre una euforia incontrolable que se ve magnificada por el comportamiento grupal (normalmente se forman pandillas de niños en las fiestas, que planean travesuras, todos drogados con el exceso de azúcar) y al final, cuando la energía está a punto de hacerlo explotar, la cosa culmina con un fugaz episodio de violencia (cuando estás más eufórico, te dan un palo para que descargues tu furia contra la piñata). Genial.
Había fiestas que no me gustaban, por ejemplo, las que tenían payasos. También me parecían horribles las que tenían demasiados niños grandes porque me excluían de todo por ser muy chica. Pero en general, las mejores eran aquellas donde los adultos se dedicaban a tomarse unos tragos y dejaban de lado la estricta vigilancia.
O sea, drogas, compinches y violencia. Sólo por eso valía la pena ponerse esos trajes fastidiosos que a veces las madres querían que uno vistiera para las ocasiones especiales…
Mi voto en contra de las madres que hacen esas piñatas de cintas, en las cuales uno no puede pegarle a nada con un palo, sino que debe reunirse con el resto de los chicos alrededor de la piñata para halar una cinta y, entre todos, abrir la piñata para extraer de ella una bolsita con contenido predeterminado que se encuentra atada a la cinta. Patético.
Y es que gran parte de la diversión es pelearse con los otros (con los remanentes de la furia que se descargó al pegarle a la piñata) para obtener los mejores caramelos y juguetes. ¿Cómo negarle a un niño ese placer? Mi madre, por ejemplo, era de esas vivas que esperaba que los niños se pusieran en 4 patas para asaltarlos por la retaguardia y robarles los caramelos que, sentados sobre los talones, empollaban. Todo iba bien hasta que uno de los afectados la descubrió y le puso un ojo morado. Pero esos son gajes del oficio.
Lamentos que los adultos no podamos tener algo similar… los raves no son lo mismo… la dulce alegría del furor infantil es algo que saborearé el resto de mi vida.