<$BlogRSDUrl$>

martes, julio 22, 2003

El vino y el tiempo

A veces no sé dónde me llevará mi timidez. No acostumbro a saludar de beso y abrazo a todo el consigo en la calle, no me gusta tocar a personas extrañas, hablo poco cuando no conozco a la gente, no acepto caramelos de desconocidos, no, no, no, señorita no (dicen que señora, pero no me lo creo).

Tampoco me gusta revivir recuerdos amargos con una sonrisa hipócrita, en esas ocasiones extrañas en las que uno se consigue a un ex-amigo o un conocido con el que no tuvo bonita historia, y que normalmente la gente afronta con saludos, ovaciones, alegrías y escándalos en la calle, para luego comentar que “ese que acabo de saludar es un perfecto cretino”.

Prefiero no sacar muertos de las tumbas y que todos estemos en paz.

Hace unos días, mientras estaba en la farmacia, escuché una gangosa voz femenina que me pareció conocida. En efecto, la conocía, pero tenía más de 12 años de no ver a esta persona que, por cierto, venía con su madre (a quien también conozco de cerca). La persona no es mala, la verdad que no, pero nuestra amistad se enfrió en el Polo Norte y hasta el sol de hoy no he sentido ánimos para reconstruirla. La falta de feeling ha hecho que deje esa relación en el cajón de los recuerdos li-te-ral-men-te, donde guardo cartas, papelitos y calcomanías de cuando éramos niñas y amigas. Esos recuerdos sí me sacan una sonrisa de vez en cuando, pero pensar en la amistad 12 años después, no me da emoción.

La cosa es que no quería entrar en la escena tenebrosa del saludo (pues no sabía cómo sería), y me quedé petrificada en el mostrador, hablando con la boca torcida y muy bajito. Si no fuera porque le estaba extendiendo el billete, el cajero habría pensado que lo estaba robando, pues yo le decía algo así como: rapidito, pues, shhh, no tengo todo el día.

Respiré aliviada cuando salí por un pasillo lateral sin ser vista (digo yo que sin ser vista, no sé si ella también me vio y se hizo la loca). Me fui al supermercado de al lado. Era uno de esos días de compras varias e intrascendentes, así que me instalé en la sección de vinos buscando un tinto agradable o un blanco no tan aburrido. En ese momento la voz invadió el lugar de nuevo. Madre e hija me seguían los pasos en su día de compras. Instintivamente me lancé al suelo, último estante de vinos, y ya en cuatro patas pregunté a la encargada: “¿y este vino será bueno?” ¡Qué demonios iba a ser bueno, si era una garrafa como de 8 litros del peor y más barato vino de mesa! Pero nada, allí me quedé hasta que pasaron con el carrito vacío, y cuando las voces se alejaron, corrí a pagar, asumiendo que tendría unos minutos antes de que llenaran el carrito. Me fui a mi casa, ya no podía continuar con la persecución.

Así me pasa con la gente que resucita del pasado. Ya me conozco todos los estantes de abajo de los supermercados y creo que he limpiado más pisos que los mismos empleados de algunas tiendas.

No sé por qué me pasa eso, pero es instintivo mi deseo de esconderme. No sé si es que no me interesa conocer qué ha pasado en esa vida en mi ausencia, o si será que no quiero que me juzguen por lo que he hecho con mi vida. Y algunas veces en las que no he podido escapar me he encontrado con gratas sorpresas, con gente feliz de verme, con gente que me alegra ver, con reencuentros maravillosos, pero nunca han sido auspiciados por mí. Yo me escondo.

Pienso que debería trabajar en eso. ¿Qué tal si las amistades, como los vinos, se añejan para bien?



This page is powered by Blogger. Isn't yours?