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viernes, marzo 28, 2003

Tengo una gata de un año y un perro de 7 meses. La primera semana del perrito fue de horror para la gata. Lo odiaba. Imagino que por el olor, por el instinto, por la apariencia. Ella (Ñau) no perdía oportunidad de escupirlo, y él (Kotaru) se asustaba mucho, pero como era tan cachorro, a mitad del susto se quedaba dormido.

Pero justo una semana después de su llegada, el lunes temprano, amanecieron jugando: se perseguían, se abrazaban, se lamían, ¡puro amor fraternal!

A medida que han ido creciendo, él la ha superado en tamaño y fuerza, pero aún así (y creo que por una cuestión de antigüedad) ella sigue siendo la jefa. Es el modelo a seguir para el perro, al punto que él se cree gato.

La primera vez que se vio en un espejo, pasó horas ladrándose, como queriendo espantar al perro que veía reflejado sin saber que era él mismo. Se lame las patas como un gato, es terrible, tanta saliva lo deja flaquito y mojado, pero él está orgulloso de haber aprendido. Ñau se encargó de enseñarlo desde pequeño. A él lo amarga que ella lo inmovilice y lo lengüetee, pero al final siempre se deja.

Ha trepado sitios demasiado altos y al tratar de caer con la gracia de un felino, termina lesionado como un canino. Juega con bolas de estambre y prefiere la comida de gatos a su propia comida.

¿Será que en algún momento entenderá que no es un gato, o siempre será un catdog?


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